El paso del tiempo. Por Víctor Lipovetzky

Me llamo Víctor Lipovetzky. Viví en San Carlos hasta los 18 años, me fui en el año 1970, desde entonces sólo volví como visitante. Ya tengo 73 años. Hace poco comencé a redactar algunos recuerdos de mi infancia y juventud en el pueblo, que ya tienen más de medio siglo. Me permito compartirlos con ustedes.

Locales24 de mayo de 2025
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Me llamo Víctor Lipovetzky. Viví en San Carlos hasta los 18 años, me fui en el año 1970, desde entonces sólo volví como visitante. Ya tengo 73 años. Hace poco comencé a redactar algunos recuerdos de mi infancia y juventud en el pueblo, que ya tienen más de medio siglo. Me permito compartirlos con ustedes. 

El paso del tiempo. Por Víctor Lipovetzky

I- El reloj de la torre

Desde el patio de mi casa se veía la torre de la iglesia, de ladrillo primero y luego revocada, hasta que la fábrica  Bessone me tapó la vista con una construcción alta, dentro de la cual se veía una especie de cohete Apolo apuntando para abajo. Ahí  hacían el café instantáneo, le daban unos golpes tan sonoros como las campanas que había fundido Bellini.

Era a mediados de los años 60. Un día yo iba hacia la escuela secundaria, que  estaba a media cuadra de la plaza, en la  calle del cine Rivadavia. Caminaba por la vereda del correo, enfrente de la tienda de Almaretti,  cuando  miré el reloj en la torre. Eran las 7:15, - ya era hora de entrar a la escuela-. Justo mientras miraba, una paloma se paró en la aguja del minutero y con su peso la hizo bajar de la posición horizontal a la vertical. De las 7:15 pasamos a las 7:30 en un segundo.

El tiempo puede pasar muy rápido o muy lento.  El peso de una paloma, el olvido o el recuerdo  pueden acelerarlo o detenerlo.

Hace poco volví una vez más a San Carlos. Estacioné la camioneta en la calle San Martín, enfrente de la mueblería Citroni, (que para mí sigue estando allí, frente a la vieja escuela 365). Al bajarme un poco imprudentemente del lado de la calle  alguien me advirtió: “¡La puerta, nono!”.

"Nono"... Era la primera vez que me llamaban así en mi vida, – aunque hace bastante que soy del PAMI-. Fue en San Carlos, donde, mientras vivía, era muy joven para que alguien me llame "señor".

Esos años, a pesar de todo lo que hubo en el medio, todavía me parecen un rato cuando vuelvo al pueblo, que ya se llama  ciudad. 

San Carlos, que veo muy de vez en cuando, tiene de particular que todo parece seguir igual, aunque ya no es el pueblo de muchas calles de tierra con noches oscuras,  sulquis y volantas que repartían la leche y el pan. Las casas no tenían calefacción ni aire acondicionado, pero tenían gallineros. Las madres nos tejían remeras y pulóveres con unas máquinas estruendosas  marca Knittax.

Aunque solo tenía unos 6,000 habitantes tenía sus cuatro barrios, que se dividían en la esquina de la Farmacia Prieri (que tenía en la vidriera  víboras blancas  en formol dentro de frascos esféricos) Yo sabía que vivía en “la Canamía” pero hace  muy poco me enteré que es el nombre de una flor, es la nombre piamontés  de la manzanilla que abundaba en el barrio (Gracias por este dato,  Ricardo Ubait, estudioso, historiador y poeta sancarlino). Los otros barrios eran El Brete (donde estaba la estación de tren), el Alto Verde al noreste de esa esquina, y el Bürg al suroeste (El nombre completo en piamontés es “Bürg dei sagrin”, o sea, “barrio de los líos") Un tren con locomotora a vapor cruzaba la calle San Martín cerca del hospital. La noche era muy oscura, sólo en las bocacalles colgaban unos focos de luz mortecina, y la llegada de los primeros carteles luminosos – en la tienda de Scotta o en la mencionada farmacia Prieri – fue un acontecimiento del que todos fuimos espectadores. Los teléfonos eran muy escasos – tengo una percha de la mueblería Messina con  el numero 1; mi tío Polo Blanc tenía el 6. Eran fáciles de recordar. Descolgábamos, previo giro de la manivela, y le preguntábamos al telefonista: -”¿Hay demora para Santa Fe?”. Según el tiempo de espera, se podía llegar antes por la ruta. Mejor no mencionar la demora con Rosario, o Buenos Aires. Algunas casas de las esquinas eran tan antiguas que no tenían ochava, así era en Progreso y San Martín, y en la casa de mi mencionado tío, San Martín y Córdoba (Aviso a los menos añosos, son nombres de calles que han cambiado).

Teníamos poca variedad de casi todo: íbamos a las mismas escuelas primarias y al único secundario, los bazares eran los de Lelio Primo o el de Kuri, y los zapatos o la ropa venían de pocas zapaterías y tiendas. Frente a la plaza y en la misma cuadra del cine Rivadavia, había un negocio de electricidad cuyo dueño se llamaba Faraday. Yo creía que era su nombre verdadero hasta que estudie electricidad y me enteré quién era Faraday. El verdadero nombre del dueño era Gautero. Otro día hablaremos de los apodos sancarlinos.

Las salidas a comer no eran para elegir demasiado; estaba la parrilla La Carmelita y algunos clubes que sólo abrían los feriados y fines de semana. Después llegó Las Vegas, cerca del parque de Stratta; todavía me acuerdo del menú cantado por el mozo: las entradas eran “¡jamón crudo y cocido, fiambre surtido, lengua a la vinagreta”, los postres “¡Postre helado, Cassata, Emiliano, postre Las Vegas!”.

El cine Rivadavia era, y siempre fue, el único, así que todos veíamos las mismas películas. Los domingos empezaba poco después del almuerzo, creo que se llamaba “matiné”. El sonido dejaba mucho que desear, así que eran mejores las películas subtituladas que las nacionales, en las que no se entendía lo que decían. En el piso de arriba, a los lados de la sala de proyección, se solían sentar (nos sentábamos) los sancarlinos de conducta menos ejemplar, para molestia de la buena gente de la platea, que debía soportar los proyectiles y el sonido de los susodichos.

Todos éramos de Central o Argentino, algunos con tal  fanatismo que hacían cosas que hoy suenan increíbles. Por ejemplo, cuando unos tíos celebraron sus bodas de plata en uno de los clubes, algunos hermanos no fueron por ser hinchas del otro. Y antes de los primeros sanatorios privados, de los años 60, todos se internaban en el Hospital Pedro Suchón. Había que presentar  un “certificado de pobreza” emitido por la Policía, para atenderse sin pagar.

 ¿Se acuerdan del olor en los pasillos hospitalarios? Era una mezcla de sopa, de éter y de pata.

(Continuará)

General Roca, Río Negro, enero de 2025

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